Les presentaré un extracto del libro del psicologo Walter Riso donde expone en buenas palabras la esencia del masculinismo y luego lo ampliaré con las mías.
No es tan fácil ser varón
Ser hombre, al menos en los términos que demanda la
cultura, no es tan fácil. Esta afirmación, descarada para las
feministas y desconcertante para los machistas, refleja una
realidad encubierta a la que deben enfrentarse día a día miles de
varones para cumplir el papel de una masculinidad tonta, bastante
superficial y potencialmente suicida.
Pese a que la mayoría de los hombres aún permanecen fieles
a los patrones tradicionales del “macho” que les fueron inculcados
en la niñez, existe un movimiento de liberación masculina cada vez
más numeroso que rehúsa ser víctima de una sociedad
evidentemente contradictoria frente a su desempeño. M
ientras un
grupo considerable de mujeres pide a gritos mayor compasión,
afecto y ternura de sus parejas masculinas, otras huyen aterradas
ante un hombre “demasiado suave”. Los padres hombres suelen
exigir a sus hijos varones una dureza inquebrantable, y las
maestras de escuela un refinamiento tipo lord inglés. El mercadeo
de la supervivencia cotidiana propone una competencia tenaz y
una lucha fratricida, mientras que la familia espera el regreso a
casa de un padre y un marido sonriente, alegre
podido definir claramente, creó en la mayoría de los hombres un
sentimiento de frustración permanente: no damos en el clavo.
Esta
información contradictoria lleva al varón, desde la misma infancia,
a ser un equilibrista de las expectativas sociales: a intentar quedar
bien con Dios y con el diablo.
No me refiero a los típicos machistas, sino a esos hombres
que aman a sus esposas y a sus hijos de manera honesta y
respetuosa, pero que no han podido desarrollar su potencial
humano masculino por miedo o simple ignorancia.
Hablo del varón
que teme llorar para que no lo tilden de homosexual, del que sufre
por no conseguir el sustento, del que no es capaz de desfallecer
porque “los hombres no se dan por vencidos”, del que ha perdido
la posibilidad de abrazar y besar tranquilamente a sus hijos, estoy
mencionando al hombre que se autoexige exageradamente, que
ha perdido el derecho a la intimidad y que debe mostrarse
inteligente y poderoso para ser respetado y amado. En fin, estoy
aludiendo al varón que se debate permanentemente entre los
polos de una difusa y contradictoria identificación, tratando de
satisfacer las demandas irracionales de una sociedad que él
mismo ha diseñado y que, aunque se diga lo contrario, aún no está
preparada para ver sufrir realmente a un hombre de “pelo en
pecho”.
Muchos hombres reclaman el derecho a ser débiles,
sensibles, miedosos e inútiles, sin que por tal razón se los
cuestione.
El derecho a poder hablar sobre lo que sienten y
piensan, no desde la soberbia ni para justificarse de los ataques
insanos del resentimiento feminista, sino desde la más honda
sinceridad.
Afirmar que el hombre sufre no significa desconocer los
problemas del sexo femenino. Las mujeres se han preocupado por
su emancipación desde hace tiempo, y han expresado su sentir
por los medios disponibles a su alcance: un ejemplo a seguir por
los hombres.
Sin embargo, no creo que la liberación masculina
deba establecerse sobre la base de la incriminación, la condena y
la subestimación por el sexo opuesto, tal como lo hicieran los
pensadores de finales de siglo como Schopenhauer, Nietzsche y
Freud; ni tampoco a partir de una autodestructiva culpa milenaria
por todos los desastres de la raza humana, como lo han querido
sugerir algunos varones arrepentidos de su propio género.
El
mundo ha sido construido y depredado por ambos sexos. La frase
lapidaria de Krishnamurti va dirigida tanto a hombres como
mujeres: “Si realmente amáramos a nuestros hijos no habría
guerras””. Asumir la responsabilidad absoluta del deterioro del
planeta y de la humanidad es un sacrificio innecesario, además de
injusto.
Si consideramos las aparentes prebendas con las que cuenta
el sexo masculino, algunas mujeres se asombran de que ciertos
varones mostremos insatisfacción con el papel que nos toca
desempeñar: “¿Liberarse de qué?”, “¿Más liberación?”, “¿No les
parece que nos han hecho ya bastante daño apropiándose de todo
cuanto hay?”.
Basta hacer referencia a la insatisfacción masculina, para que algunas voces femeninas se alcen: “¿Y acaso nosotras no sufrimos?”. Nadie lo niega. Una mujer que conocí no hace mucho, era incapaz de sostener una conversación con un hombre sin esgrimir alguna consigna antimasculina.
Cuando pude expresarle mis opiniones frente a los problemas que debemos enfrentar los varones, me echó la culpa de las paupérrimas condiciones laborales a las cuales eran sometidas las mujeres durante la revolución industrial. Cuando le repliqué que yo todavía no había nacido en aquella época, se levantó furiosa y se fue, sin antes hacerme personalmente responsable por la explotación que el señor feudal ejercía sobre las siervas de la gleba (obviamente, no sobre los siervos). ¿Por qué se subestima el sufrimiento masculino?¿De dónde viene esa extraña mezcla de asombro e incredulidad cuando un varón se queja de su papel social? Se da por sentado que las supuestas ventajas de las que goza el hombre son incuestionables, y por lo tanto, cualquier queja al respecto debería ser considerada como una prueba más del afán acaparador y de la ambición desmedida que lo ha caracterizado. “¿Cómo es posible que quieran más?”. La respuesta es sencilla: querernos menos. Desde la perspectiva de la nueva masculinidad, las pretendidas reivindicaciones y ganancias del poder masculino machista son un verdadero encarte.
El nuevo varón quiere estar acorde con un despertar espiritual del cual se ha rezagado considerablemente, desea menos capacidad de trabajo, más afecto, más acercamiento con sus hijos y más derecho al ocio. Ya no quiere estar aferrado a los viejos valores verticalitas que fundamentaron la sociedad patriarcal.
El nuevo varón está cansado de ostentar un reinado absurdo y esclavizante, tan envidiado por las feministas de primera y segunda generación. Al nuevo varón no lo inquietan los míticos ideales de éxito, poder, fuerza, autocontrol, eficiencia, competitividad, insensibilidad y agresión. Les regalamos el botín y deponemos las armas: no nos interesan. Muchos hombres desean volver a las fuentes originales del poder masculino, que no se alimenta de la explotación y la imposición sino de una profunda humanidad compartida.
La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medio de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política, es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad. Tal como dice el refrán: “No es rico el que más tiene, sino quien menos necesita”. Y los hombres debemos reconocerlo: hemos necesitado de demasiadas cosas inútiles para sobrevivir. La nueva masculinidad no quiere quedar atrapada en la herencia salvaje y simiesca que tanto aplaude y festeja la cultura. Tampoco desea reprimir o negar la propia biología, sino superarla, transformarla e integrarla a un crecimiento más trascendente.
El estereotipo tradicional del varón lo ha mantenido atado al patrón biológico, fomentando y exagerando, directa o soterradamente, un sinnúmero de atributos primitivos que ya han perdido toda funcionalidad adaptativa. En la moderna jungla de asfalto, “valores” como la fuerza física, la valentía, la violación y la agresión física, sólo para citar algunos, ya no definen al más apto. En este sentido, pienso que las mujeres han logrado independizarse mucho más que nosotros de los viejos arquetipos. Insisto: la idea no es suprimir nuestras raíces, ni reprimir las expresiones naturales que surgen de las mismas, sino cortar aquellos lastres disfuncionales que nos impiden avanzar hacia una nueva existencia. Es imprescindible desbloquear el estancamiento evolutivo en el que nos encontramos.
Ni la cruel genética determinista, ni el ingenuo ambientalismo relativista: independencia y evolución. Dos claves, dos premisas, dos banderas. Por último, vale la pena señalar que, aunque a través de la historia se han hecho varias revisiones del papel del hombre, el cuestionamiento actual del varón parece insinuarse de una manera más profunda que en las anteriores. A diferencia de la crisis masculina de los siglos XVII y XVIII en Francia e Inglaterra, donde solamente los hombres de las clases dominantes asumieron un papel más femenino y pacifista en oposición a la brutalidad masculina previa, el trance actual parece ser más generalizado y radical, no sólo por la magnitud geográfica sino, además y principalmente, por los valores que afecta.
Ahora mis palabras:
para mi el masculinismo es el defender aquellos atributos que nos identifican como hombres, la fuerza física, la caballerosidad, la valentía, el sentido de protección, todas ellas cualidades que a las mujeres les encantan y que buscan en nosotros, pero también esos otros atributos que nos definen y que últimamente la sociedad ha luchando por borrarlas, y que sin embargo residen en nuestros genes y en nuestra naturaleza, que lo llevamos en la sangre, y que tanto los estudios antropológicos como los genéticos y de biología comparada reafirman, aunque los sociológicos tienden a rechazar: el deseo de competencia, la agresividad (que no la violencia) en nuestra actitud hacia los retos que debemos superar, la competitivad que nos nace desde dentro, el poder sudar con nuestras actividades sin que nos discriminen por nuestro olor debido a ganarnos el pan con nuestro esfuerzo, el poder hacer crecer nuestros músculos sin que se nos tilde de bestiales, primitivos o salvajes, ni que se nos quiera imponer una moda de constitución física enclenque que haga que las feministas más acendradas no se sientan amenazadas y al contrario puedan dominarnos, por poder ejercer nuestro derecho a importunar a una chica para cortejarla sin que eso signifique que la estamos agrediendo (calro respetando siempre los límites del decoro y el respeto, valga a redundancia, de nuestros lances amorosos), el poder mirar intensamente a una chica por más de 20 segundos porque nos gusta intensamente sin que eso signifique violencia, (¿donde esta la violencia en admirar las formas bellas y delicadamente delineadas por la naturaleza en la chica de nuestros sueños?), por poder tomar poses masculinas sin que se nos tilde de machos, sencillamente porque nuestros genes nos inclinan a ello, a poder senarnos con las piernas abiertas sin que eso nos marcque como machos, sencillamente por la razón que a veces ellas no entienden de que nuestras caderas son más estrechas y si no abrimos las piernas nos caemos de lado, por poder bromear con nuestros compañeros del mismo sexo sin que se nos marquen pautas de comportamiento que a las feministas les parecen bien, limitando nustra naturaleza. en resumen, por la defensa de todo aquello que sin rebasar los límites del respeto, el movimiento feminista más extremo ha comenzado a quitarnos.
Por que no se nos imponga un estereotipo de hombre que a ellas no les representa en su subconsciente una amenaza y con el cual pueden ejercer un mayor dominio, por no ser mujeres con pene, por no estar hechos a la medida de sus exigencias.
No critico al actor, el es así, sino al estereotipo que nos pretender imponer con su imagen, y que muchos jóvenes se tragan entera.
Basta hacer referencia a la insatisfacción masculina, para que algunas voces femeninas se alcen: “¿Y acaso nosotras no sufrimos?”. Nadie lo niega. Una mujer que conocí no hace mucho, era incapaz de sostener una conversación con un hombre sin esgrimir alguna consigna antimasculina.
Cuando pude expresarle mis opiniones frente a los problemas que debemos enfrentar los varones, me echó la culpa de las paupérrimas condiciones laborales a las cuales eran sometidas las mujeres durante la revolución industrial. Cuando le repliqué que yo todavía no había nacido en aquella época, se levantó furiosa y se fue, sin antes hacerme personalmente responsable por la explotación que el señor feudal ejercía sobre las siervas de la gleba (obviamente, no sobre los siervos). ¿Por qué se subestima el sufrimiento masculino?¿De dónde viene esa extraña mezcla de asombro e incredulidad cuando un varón se queja de su papel social? Se da por sentado que las supuestas ventajas de las que goza el hombre son incuestionables, y por lo tanto, cualquier queja al respecto debería ser considerada como una prueba más del afán acaparador y de la ambición desmedida que lo ha caracterizado. “¿Cómo es posible que quieran más?”. La respuesta es sencilla: querernos menos. Desde la perspectiva de la nueva masculinidad, las pretendidas reivindicaciones y ganancias del poder masculino machista son un verdadero encarte.
El nuevo varón quiere estar acorde con un despertar espiritual del cual se ha rezagado considerablemente, desea menos capacidad de trabajo, más afecto, más acercamiento con sus hijos y más derecho al ocio. Ya no quiere estar aferrado a los viejos valores verticalitas que fundamentaron la sociedad patriarcal.
El nuevo varón está cansado de ostentar un reinado absurdo y esclavizante, tan envidiado por las feministas de primera y segunda generación. Al nuevo varón no lo inquietan los míticos ideales de éxito, poder, fuerza, autocontrol, eficiencia, competitividad, insensibilidad y agresión. Les regalamos el botín y deponemos las armas: no nos interesan. Muchos hombres desean volver a las fuentes originales del poder masculino, que no se alimenta de la explotación y la imposición sino de una profunda humanidad compartida.
La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medio de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política, es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad. Tal como dice el refrán: “No es rico el que más tiene, sino quien menos necesita”. Y los hombres debemos reconocerlo: hemos necesitado de demasiadas cosas inútiles para sobrevivir. La nueva masculinidad no quiere quedar atrapada en la herencia salvaje y simiesca que tanto aplaude y festeja la cultura. Tampoco desea reprimir o negar la propia biología, sino superarla, transformarla e integrarla a un crecimiento más trascendente.
El estereotipo tradicional del varón lo ha mantenido atado al patrón biológico, fomentando y exagerando, directa o soterradamente, un sinnúmero de atributos primitivos que ya han perdido toda funcionalidad adaptativa. En la moderna jungla de asfalto, “valores” como la fuerza física, la valentía, la violación y la agresión física, sólo para citar algunos, ya no definen al más apto. En este sentido, pienso que las mujeres han logrado independizarse mucho más que nosotros de los viejos arquetipos. Insisto: la idea no es suprimir nuestras raíces, ni reprimir las expresiones naturales que surgen de las mismas, sino cortar aquellos lastres disfuncionales que nos impiden avanzar hacia una nueva existencia. Es imprescindible desbloquear el estancamiento evolutivo en el que nos encontramos.
Ni la cruel genética determinista, ni el ingenuo ambientalismo relativista: independencia y evolución. Dos claves, dos premisas, dos banderas. Por último, vale la pena señalar que, aunque a través de la historia se han hecho varias revisiones del papel del hombre, el cuestionamiento actual del varón parece insinuarse de una manera más profunda que en las anteriores. A diferencia de la crisis masculina de los siglos XVII y XVIII en Francia e Inglaterra, donde solamente los hombres de las clases dominantes asumieron un papel más femenino y pacifista en oposición a la brutalidad masculina previa, el trance actual parece ser más generalizado y radical, no sólo por la magnitud geográfica sino, además y principalmente, por los valores que afecta.
Ahora mis palabras:
para mi el masculinismo es el defender aquellos atributos que nos identifican como hombres, la fuerza física, la caballerosidad, la valentía, el sentido de protección, todas ellas cualidades que a las mujeres les encantan y que buscan en nosotros, pero también esos otros atributos que nos definen y que últimamente la sociedad ha luchando por borrarlas, y que sin embargo residen en nuestros genes y en nuestra naturaleza, que lo llevamos en la sangre, y que tanto los estudios antropológicos como los genéticos y de biología comparada reafirman, aunque los sociológicos tienden a rechazar: el deseo de competencia, la agresividad (que no la violencia) en nuestra actitud hacia los retos que debemos superar, la competitivad que nos nace desde dentro, el poder sudar con nuestras actividades sin que nos discriminen por nuestro olor debido a ganarnos el pan con nuestro esfuerzo, el poder hacer crecer nuestros músculos sin que se nos tilde de bestiales, primitivos o salvajes, ni que se nos quiera imponer una moda de constitución física enclenque que haga que las feministas más acendradas no se sientan amenazadas y al contrario puedan dominarnos, por poder ejercer nuestro derecho a importunar a una chica para cortejarla sin que eso signifique que la estamos agrediendo (calro respetando siempre los límites del decoro y el respeto, valga a redundancia, de nuestros lances amorosos), el poder mirar intensamente a una chica por más de 20 segundos porque nos gusta intensamente sin que eso signifique violencia, (¿donde esta la violencia en admirar las formas bellas y delicadamente delineadas por la naturaleza en la chica de nuestros sueños?), por poder tomar poses masculinas sin que se nos tilde de machos, sencillamente porque nuestros genes nos inclinan a ello, a poder senarnos con las piernas abiertas sin que eso nos marcque como machos, sencillamente por la razón que a veces ellas no entienden de que nuestras caderas son más estrechas y si no abrimos las piernas nos caemos de lado, por poder bromear con nuestros compañeros del mismo sexo sin que se nos marquen pautas de comportamiento que a las feministas les parecen bien, limitando nustra naturaleza. en resumen, por la defensa de todo aquello que sin rebasar los límites del respeto, el movimiento feminista más extremo ha comenzado a quitarnos.
Por que no se nos imponga un estereotipo de hombre que a ellas no les representa en su subconsciente una amenaza y con el cual pueden ejercer un mayor dominio, por no ser mujeres con pene, por no estar hechos a la medida de sus exigencias.
No critico al actor, el es así, sino al estereotipo que nos pretender imponer con su imagen, y que muchos jóvenes se tragan entera.